Camarones a la Piedad
Por: Vittorio Badoino Rivera
Hay memorias que no se llaman: llegan solas, como la brisa del río que regresa a buscarnos, trayendo en sus manos el olor del tiempo. Son ráfagas de vida que se niegan a marchitar, instantes que duermen en silencio y despiertan apenas el corazón les abre la puerta.
Entre esos recuerdos, hay uno que siempre vuelve: la cocina cálida de mi madre, Piedad Rivera de Badoino, donde el fuego era un altar y el camarón, su ofrenda sagrada.
Cómo no recordar los tiempos en que el camarón era el rey de la culinaria moqueguana. Mi madre contaba sobre los paseos al río, a lomos de burros y caballos, donde las familias enteras se reunían. Había tanta abundancia de camarones que, del río a la olla, se preparaba una auténtica fiesta de sabores.
En las chacras, los onomásticos eran celebraciones que se extendían hasta donde alcanzaba la música. Llegaban invitados de la ciudad, saludaban al dueño de casa y la cocina comenzaba su ceremonia: ollas humeantes, risas que volaban bajo el techo de quincha, manos que sabían transformar lo simple en festín.
De aquella época luminosa nace esta receta: un pequeño tesoro heredado, un puente que une mi mesa con la suya, y mi memoria con su amor.
El rito
Primero se lavan los camarones con el mismo cuidado con que se limpia un recuerdo querido.
Se separan las cabezas y el coral, que guardan el alma del río y se sellan en la sartén hasta que el aroma anuncie que han despertado.
Sal, pimienta, y un destello de Pisco que flamea como si encendiera la noche.
La cebolla en juliana danza con el ajo; el limón le susurra acidez al aire; el ají amarillo pinta el aderezo con el color de las tardes moqueguanas.
Todo vuelve a reunirse: el jugo de las cabezas, el cuerpo del camarón, la leche que suaviza, el limón que aviva, el fuego que abraza.
Y al final, el paico, esa hierba humilde que perfuma como un recuerdo que nunca se olvida.
Se sirve con papas doradas en mantequilla, porque todo lo bueno merece reposar sobre algo cálido.
Este plato no es solo una receta.
Es una pequeña plegaria familiar.
Un mapa para volver al hogar.
Un modo de decir: Madre, aquí sigue tu sabor; aquí sigo yo, aprendiendo a recordarte.

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